viernes, 13 de noviembre de 2009

5º año Curso: Colegio: 3º Trimestre 2009

Lengua y Literatura Castellana

Parcial domiciliario

El hecho de que los españoles nos leen a los latinoamericanos y nos leen fraternalmente, nos leen amistosamente. Ese contacto, después de un largo período de distancia, ese contacto es fecundo, ese contacto nos vuelve a enlazar. Ya no necesitamos ni a Hernán Cortez ni a Pizarro, los que crearon las diferencias, no no, ya no. Ya somos un mismo conjunto unidos por un idioma y ojalá que por un mismo destino histórico.

Julio Cortazar –entrevista televisión española, 1977-

Redactar un ensayo literario en torno a una de las siguientes propuestas:

    1. La narrativa latinoamericana: entre la magia y la violencia.

    1. El humor y el horror: dos modos de abordar las paradojas del continente.

    1. El realismo, el realismo mágico y el fantástico: representaciones literarias.

El escrito debe incluir análisis de las obras leídas en clase en relación a las características de la nueva narrativa de la década de 1960, al estilo de los autores y, si el tema lo permite, al contexto socio-cultural de la época.

Además, se espera que utilicen las obras obligatorias como punto de partida para establecer relaciones con otros textos leídos durante el año.

Naturalmente, al ser un ensayo deberá incluir una postura personal relativa al tema correctamente argumentada y manifestar la estructura y estilo de lenguaje propio del ensayo.

  • Las obras literarias a utilizar obligatoriamente son las siguientes (se valorará la mención pertinente y/o relación con otras obras leídas en el programa):

García Márquez, Gabriel: El coronel no tiene quien le escriba. (1961)

“Un señor muy grande con unas alas enormes” en La Increíble y Triste Historia de Cándida Erendira y su Abuela Desalmada. (1978)

Cortazar, Julio: “Casa tomada” en Bestiario. (1951)

“Continuidad de los parques” en Final de juego (1956)

“La noche boca arriba” en Final de juego (1956)

Vargas Llosa, Mario: “Un visitante” en Los jefes (1959)

Estructura:

  • Portada (Nombre, materia, profesora, curso, colegio, fecha de entrega, Título del ensayo –elegir un título que sintetice el tema del texto escrito).
  • Índice.
  • Introducción: Tema, argumentos de las obras, temas de las obras, relaciones entre ellas, marco teórico.
  • Desarrollo (deben elegir un título pertinente y creativo): Postura, análisis de las obras en relación al tema, argumentación en relación a la postura.
  • Conclusión: Síntesis y en torno a los puntos fuertes, valoración personal.
  • Bibliografía (utilizar las pautas convencionales).

Estrategias retóricas:

Deben utilizar los siguientes recursos argumentativos:

  • Preguntas retóricas.
  • Citas de autoridad.
  • Ejemplos.
  • Comparaciones.
  • Generalizaciones.

Objetivos de aprobación:

  • Formato correcto: cumplimiento de las pautas convencionales de escritura de textos académicos, citar correctamente, bibliografía. (2 puntos)
  • Prolijidad en la presentación.
  • Redacción: Coherencia textual: claridad, precisión, conexión adecuada (ver conectores), registro léxico apropiado.
  • Correcta sintaxis y ortografía.
  • Correcta estructuración del texto con respecto a las pautas del ensayo.
  • Originalidad y fuerza de la postura personal.
  • Solidez y pertinencia de los argumentos con respecto a la postura y el tema.
  • Análisis profundo de las obras.
  • Aplicación de los contenidos teóricos al análisis.
  • Relaciones inter-textuales adecuadas.
  • Demostrar lectura y análisis profundo de los textos.
  • Estilo prolijo y adecuado al ensayo literario.
  • Entrega en fecha y forma.

Recomendaciones:

Pensar el esquema a desarrollar en el escrito de antemano. Armar un gráfico en el que expresen para cada parte de la argumentación los temas y puntos que abordarán.

Leer en profundidad las obras, detenerse a reflexionar, compartir sus análisis con sus compañeros, pensar relaciones posibles entre las obras, buscar en la memoria otras relaciones posibles a abordar. Luego, elegir el tema a desarrollar (la elección apunta al interés personal).

REVISAR el texto varias veces antes de entregar: El texto es el medio por el cual expresamos nuestros pensamientos, análisis y trabajo literario. NO lo subestimemos, detenerse en cuestiones de estilo de escritura, corregirse, autoevaluarse para mejorar la claridad, la precisión, la sintaxis, la ortografía o quizás para quitar o agregar cuestiones que en un primer momento no parecían de relevancia.

Revisar que la impresora tenga tinta y si no hacer todo con el tiempo suficiente como para imprimirlo en otro lugar.





Condiciones de entrega: impreso con las pautas de escritura adecuadas.

Fecha de entrega: Viernes 20 de noviembre de 2009. (fuera de esta fecha no se aceptarán trabajos sin una justificación pertinente).

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Un visitante -Mario Vargas Llosa-

Los arenales lamen la fachada del tambo y allí acaban: desde el hueco que sirve de puerta o por

entre los carrizos, la mirada resbala sobre una superficie blanca y lánguida hasta encontrar el cielo.

Detrás del tambo, la tierra es dura y áspera, y a menos de un kilómetro comienzan los cerros

bruñidos, cada uno más alto que el anterior y estrechamante unidos; las cumbres se incrustan en las

nubes como agujas o hachas. A la izquierda, angosto, sinuoso, estirándose al borde de la arena y

creciendo sin tregua hasta desaparecer entre dos lomas, ya muy lejos del tambo, está el bosque;

matorrales, plantas salvajes y una hierba seca y rampante que lo oculta todo, el terreno quebrado,

las culebras, las minúsculas ciénagas. Pero el bosque es sólo un anuncio de la selva, un simulacro:

acaba al final de una hondonada, al pie de una maciza montaña, tras la cual se extiende la selva

verdadera. Y doña Merceditas lo sabe; una vez, hace años, trepó al vértice de esa montaña y

contempló desde allí, con ojos asombrados, a través de los manchones de nubes que flotaban a sus

pies, la plataforma verde, desplegada a lo ancho y a lo largo, sin un claro.

Ahora, doña Merceditas dormita echada sobre dos costales. La cabra, un poco más allá, escarba la

arena con el hocico, mastica empeñosamente una raja de madera o bala al aire tibio de la tarde. De

pronto, endereza las orejas y queda tensa. La mujer entreabre los ojos

-¿Qué pasa, Cuera?

El animal tira de la cuerda que la une a la estaca. La mujer se pone de pie, trabajosamente. A unos

cincuenta metros, el hombre se recorta nítido contra el horizonte, su sombra lo precede en la arena.

La mujer se lleva una mano a la frente como visera. Mira rápidamente en torno; luego, queda

inmóvil. El hombre está muy cerca; es alto, escuálido, muy moreno; tiene el cabello crespo y los

ojos burlones. Su camisa descolorida flamea sobre el pantalón de bayeta, arremangado hasta las

rodillas. Sus piernas parecen dos tarugos negros.

-Buenas tardes, señora Merceditas. -Su voz es melodiosa y sarcástica. La mujer ha palidecido.

-¿Qué quieres? -murmura.

-¿Me reconoce, no es verdad? Vaya, me alegro. Si usted es tan amable, quisiera comer algo. Y

beber. Tengo mucha sed.

-Ahí adentro hay cerveza y fruta.

-Gracias, señora Merceditas. Es usted muy bondadosa. Como siempre. ¿Podría acompañarme?

-¿Para qué? -La mujer lo mira con recelo; es gorda y entrada en años, pero de piel tersa; va

descalza-. Ya conoces el tambo.

-Oh! -dice el hombre, en tono cordial-. No me gusta comer solo. Da tristeza.

La mujer vacila un momento. Luego camina hacía el tambo, arrastrando los pies dentro de la arena.

Entra. Destapa una botella de cerveza.

-Gracias, muchas gracias, señora Merceditas. Pero prefiero leche. Ya que ha abierto esa botella,

¿por qué no se la toma?

-No tengo ganas.

-Vamos, señora Merceditas, no sea usted así. Tómesela a mi salud.

-No quiero.

La expresión del hombre se agria.

-¿Está sorda? Le he dicho que se tome esa botella. ¡Salud!

La mujer levanta la botella con las manos y bebe, lentamente, a pequeños sorbos. En el mostrador

sucio y agujereado, brilla una jarra de leche. El hombre espanta de un manotazo a las moscas que

revolotean alrededor, alza la jarra y bebe un largo trago. Sus labios quedan cubiertos por un bozal

de nata que la lengua, segundos después, borra ruidosamente.

-¡Ah! -dice, relamiéndose-. Qué buena estaba la leche, señora Merceditas. Fijo que es de cabra,

¿no? Me ha gustado mucho. ¿Ya terminó la botella? ¿Por qué no se abre otra? ¡Salud!

La mujer obedece sin protestar; el hombre devora dos plátanos y una naranja.

-Oiga, señora Merceditas, no sea usted un viva. La cerveza se le está derramando por el cuello. Le

va a mojar su vestido. No desperdicie así las cosas. Abra otra botella y tómesela en honor de Numa.

¡Salud!

El hombre continúa repitiendo "salud" hasta que en el mostrador hay cuatro botellas vacías. La

mujer tiene los ojos vidriosos; eructa, escupe, se sienta sobre un costal de fruta.

-¡Dios mío! -dice el hombre-. ¡Qué mujer! Es usted una borrachita, señora Merceditas. Perdone que

se lo diga.

-Esto que haces con una pobre vieja te va a pesar, Jamaiquino. Ya lo verás. -Tiene la lengua algo

trabada.

-¿De veras? -dice el hombre, aburridamente-. A propósito, ¿a qué hora vendrá Numa?

-¿Numa?

-¡Oh, es usted terrible, señora Merceditas, cuando no quiere entender las cosas! ¿A qué hora

vendrá?

-Eres un negro sucio, Jamaiquino. Numa te va a matar

-¡No diga esas palabras, señora Merceditas! -Bosteza-. Bueno, creo que tenemos todavía para un

rato. Seguramente hasta la noche. Vamos a echar un sueñecito, ¿le parece bien?

Se levanta y sale. Va hacía la cabra. El animal lo mira con desconfianza. La desata. Regresa al

tambo haciendo girar la cuerda como una hélice y silbando: la mujer no está. En el acto, desaparece

la perezosa, lasciva calma de sus gestos. Recorre a grandes saltos el local, maldiciendo. Luego,

avanza hacía el bosquecillo seguido por la cabra. Esta descubre a la mujer tras de un arbusto,

comienza a lamerla. El Jamaiquino ríe viendo las miradas rencorosas que lanza la mujer a la cabra.

Hace un simple ademán y doña Merceditas se dirige al tambo.

-De veras que es usted una mujer terrible, si señor. ¡Qué ocurrencias tiene!

Le ata los pies y las manos. Luego la carga fácilmente y la deposita sobre el mostrador. Se la queda

mirando con malicia y, de pronto, comienza a hacerle cosquillas en las plantas de los pies, que son

rugosas y anchas. La mujer se retuerce con las carcajadas; su rostro revela desesperación. El

mostrador es estrecho y, con los estremecimientos, doña Merceditas se aproxima al canto: por fin

rueda pesadamente al suelo.

-¡Qué mujer tan terrible, si señor! -repite-. Se hace la desmayada y me está espiando con un ojo.

¡Usted no tiene cura, señora Merceditas!

La cabra, la cabeza metida en la habitación, observa a la mujer, fijamente.

El relincho de los caballos sobreviene al final de la tarde; ya oscurece. La señora Merceditas

levanta la cara y escucha, los ojos muy abiertos.

-Son ellos -dice el Jamaiquino. Se para de un salto. Los caballos siguen relinchando y piafando.

Desde la puerta del tambo, el hombre grita, colérico:- ¿Se ha vuelto loco, Teniente? ¿Se ha vuelto

loco?

En un recodo del cerro, de unas rocas, surge el Teniente; es pequeño y rechoncho: lleva botas de

montar, su rostro suda. Mira cautelosamente.

-¿Está usted loco? -repite el Jamaiquino-. ¿Qué le pasa?

-No me levantes la voz, negro -dice el Teniente-. Acabamos de llegar. ¿Qué ocurre?

-¿Cómo qué ocurre? Mande a su gente que se lleve lejos los caballos. ¿No sabe usted su oficio?

El Teniente enrojece.

-Todavía no estás libre, negro -dice-. Más respeto.

-Esconda los caballos y córteles la lengua si quiere. Pero que no se los sienta. Y espere ahí. Yo le

daré la señal. -El Jamaiquino despliega la boca y la sonrisa que se dibuja en su rostro es insolente-.

¿No ve que ahora tiene que obedecerme?

El Teniente duda unos segundos

-Pobre de ti si no viene -dice. Y, volviendo la cabeza, ordena-: Sargento Lituma, esconda los

caballos.

-A la orden, mi Teniente -dice alguien detrás del cerro. Se oye ruido de cascos. Luego, el silencio.

-Así me gusta -dice El Jamaiquino-. Hay que ser obediente. Muy bien, general. Bravo, comandante.

Lo felicito, capitán. No se mueva de ese sitio. Le daré el aviso.

El Teniente le muestra el puño y desaparece entre las rocas. El Jamaiquino entra al tambo. Los ojos

de la mujer están llenos de odio.

-Traidor -murmura-. Has venido con la policía. ¡Maldito!

-¡Qué educación, Dios mío, qué educación la suya, señora Meceditas! No he venido con la policía.

He venido solo. Me he encontrado con el Teniente aquí. A usted le consta.

-Numa no vendrá -dice la mujer-. Y los policías te llevarán de nuevo a la cárcel. Y cuando salgas,

Numa te matará.

-Tiene usted malos sentimientos, señora Merceditas, no hay duda. ¡Las cosas que me pronostica!

-Traidor -repite la mujer; ha conseguido sentarse y se mantiene muy tiesa-. ¿Crees que Numa es

tonto?

-¿Tonto? Nada de eso. Es una cacatúa de vivo. Pero no se desespere, señora Merceditas. Seguro

que vendrá.

-No vendrá. Él no es como tú. Tiene amigos. Le avisarán que aquí está la policía.

-¿Cree usted? Yo no creo, no tendrán tiempo. La policía ha venido por otro lado, por detrás de los

cerros. Yo he cruzado el arenal solo. En todos los pueblos preguntaba: "¿La señora Merceditas

sigue en el tambo? Acaban de soltarme y voy a torcerle el pescuezo". Más de veinte personas deben

haber corrido a contárselo a Numa. ¿Cree usted siempre que no vendrá? ¡Dios mío, qué cara ha

puesto, señora Merceditas!

-Si le pasa algo a Numa -balbucea la mujer, roncamente- lo vas a lamentar toda tu vida,

Jamaiquino.

Este encoge los hombros. Enciende un cigarrillo y principia a silbar. Después va hasta el mostrador,

coge la lámpara de aceite y la prende. La cuelga en uno de los carrizos de la puerta.

-Se está haciendo de noche -dice-. Venga usted por acá, señora Merceditas. Quiero que Numa la

vea sentada en la puerta, esperándolo. ¡Ah, es cierto! No puede usted moverse. Perdóneme, soy

muy olvidadizo.

Se inclina y la levanta en brazos. La deja en la arena, delante del tambo. La luz de la lámpara cae

sobre la mujer y suaviza la piel de su rostro: parece más joven.

-¿Por qué haces esto, Jamaiquino? -La voz de doña Merceditas es, ahora, débil

-¿Por qué? -dice el Jamaiquino-. Usted no ha estado en la cárcel, ¿no es verdad, señora Merceditas?

Pasan los días y uno no tiene nada que hacer. Se aburre uno mucho allí, le aseguro. Y se pasa

mucha hambre. Oiga, me estaba olvidando de un detalle. No puede estar con la boca abierta, no se

vaya a poner a dar gritos cuando venga Numa. Además podría tragarse una mosca.

Se ríe. Registra la habitación y encuentra un trapo. Con el venda media cara a doña Merceditas. La

examina un buen rato, divertido.

-Permitame que le diga que tiene un aspecto muy cómico así, señora Merceditas. No sé qué parece.

En la oscuridad del fondo del tambo, el Jamaiquino se yergue como una serpiente: elásticamente y

sin bulla. Permanece inclinado sobre si mismo, las manos apoyadas en el mostrador. Dos metros

adelante, en el cono de luz, la mujer está rígida, la cara avanzada, como olfateando el aire: también

ha oído. Ha sido un ruido leve pero muy claro, proveniente de la izquierda, que se destacó sobre el

canto de los grillos. Brota otra vez, más largo: las ramas del bosquecillo crujen y se quiebran, algo

se acerca al umbo. "No está solo, susurra el Jamaiquino. Mi chica." Mete la mano en el bolsillo,

saca el silbato y se lo pone entre los labios. Aguarda, sin moverse. La mujer se agita y el

Jamaiquino maldice entre dientes. La ve retorcerse en el sitio y mover la cabeza como un péndulo,

tratando de librarse de la venda. El ruido ha cesado: ¿está ya en la arena, que apaga las pisadas? La

mujer tiene la cara vuelta hacía la izquierda y sus ojos, como los de una iguana aplastada,

sobresalen de las órbitas. "Los ha visto", murmura el Jamaiquino. Coloca la punta de la lengua en el

silbato: el metal es cortante. Doña Merceditas continúa moviendo la cabeza y gruñe con angustia.

La cabra da un balido y el Jamaiquino se agazapa. Unos segundos después ve una sombra que

desciende sobre la mujer y un brazo desnudo que se estira hacía la venda. Sopla con todas sus

fuerzas a la vez que se arroja de un salto contra el recién llegado. El silbato puebla la noche como

un incendio y se pierde entre las injurias que estallan a derecha e izquierda, seguidas de pasos

precipitados. Los dos hombres han caído sobre la mujer. El Teniente es rápido: cuando el

Jamaiquino se incorpora, una de sus manos aferra a Numa por los pelos y la otra sostiene el

revólver junto a su sien. Cuatro guardias con fusiles los rodean.

-¡Corran! -grita el Jamaiquino a los guardias-. Los otros están en el bosque. ¡Rápido! Se van a

escapar. ¡Rápido!

-¡Quietos! -dice el Teniente. No le quita los ojos de encima a Numa. Éste, con el rabillo del ojo,

trata de localizar el revólver. Parece sereno; sus manos cuelgan a los lados.

-Sargento Lituma, amárrelo.

Lituma deja el fusil en el suelo y desenrolla la soga que tiene en la cintura. Ata a Numa de los pies

y luego lo esposa. La cabra se ha aproximado, y después de oler las piernas de Numa, comienza a

lamerlas, suavemente.

-Los caballos, sargento Lituma.

El Teniente mete el revólver en la cartuchera y se inclina hacía la mujer. Le quita la venda y las

amarras. Doña Merceditas se pone de pie, aparta a la cabra de un golpe en el lomo y se acerca a

Numa. Le pasa la mano por la frente, sin decir nada.

-¿Qué te ha hecho? -dice Numa.

-Nada -dice la mujer-. ¿Quieres fumar?

-Teniente -insiste el Jamaiquino-. ¿Se da usted cuenta que ahí nomás, en el bosque, están los otros?

¿No los ha oído? Deben ser tres o cuatro, por lo menos. ¿Qué espera para mandar a buscarlos?

-Silencio, negro -dice el Teniente, sin mirarlo. Prende un fósforo y enciende el cigarrillo que la

mujer ha puesto en la boca de Numa. Éste comienza a chupar largas pitadas; tiene el cigarrillo entre

los dientes y arroja el humo por la nariz-. He venido a buscar a éste. A nadie más.

-Bueno -dice el Jamaiquino-. Peor para usted si no sabe su oficio. Yo ya cumplí. Estoy libre.

-Si -dice el Teniente-. Estás libre.

-Los caballos, mi Teniente -dice Lituma. Sujeta las riendas de cinco animales.

-Súbalo a su caballo, Lituma -dice el Teniente-. Irá con usted.

El sargento y otro guardia cargan a Numa y, después de desatarle los pies, lo sientan en el caballo.

Lituma monta tras él. El Teniente se aproxima a los caballos y coge las riendas del suyo.

-Oiga, Teniente, ¿con quién voy yo?

-¿Tú? -dice el Teniente, con un pie en el estribo-. ¿Tú?

-Si -dice el Jamaiquino-. ¿Quién si no yo?

-Estás libre -dice el Teniente-. No tienes que venir con nosotros. Puedes ir donde quieras.

Lituma y los otros guardias, desde los caballos, ríen.

-¿Qué broma es ésta? -dice el Jamaiquino. Le tiembla la voz-. ¿ No va a dejarme aquí, verdad, mi

Teniente? Usted está oyendo esos ruidos Ahí en el bosque. Yo me he portado bien. He cumplido.

No puede hacerme eso.

-Si vamos rápido, sargento Lituma -dice el Teniente-, llegaremos a Piura al amanecer. Por el arenal

es preferible viajar de noche. Los animales se cansan menos.

-Mi Teniente -grita el Jamaiquino; ha cogido las riendas del caballo del oficial y las agita,

frenético-. ¡Usted no va a dejarme aquí! ¡No puede hacer una cosa tan perversa!

El Teniente saca un píe del estribo y empuja al Jamaiquino, lejos.

-Tendremos que galopar de rato en rato -dice el Teniente-. ¿Cree usted que llueva, sargento

Lituma?

-No creo, mi Teniente. El cielo está clarito.

-¡No puede irse sin mi! -clama el Jamaiquino, a voz en cuello.

La señora Merceditas comienza a reír a carcajadas, cogiéndose el estómago.

-Vamos -dice el Teniente.

-¡Teniente! -grita el Jamaiquino-. ¡Teniente, le ruego!

Los caballos se alejan, despacio. El Jamaiquino lo mira, atónito. La luz de la lámpara ilumina su

cara desencajada. La señora Merceditas sigue riendo estruendosamente. De pronto, calla. Alza las

manos hasta su boca, como una bocina.

-¡Numa! -grita-. Te llevaré fruta los domingos.

Luego, vuelve a reír, a grandes voces. En el bosquecillo brota un rumor de ramas y hojas secas que

se quiebran

Un señor muy viejo con unas alas enormes -Gabriel García Márquez-

Gabriel García Márquez
(Aracata, Colombia 1928—)


Un señor muy viejo con unas alas enormes

Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque se lo impedían sus enormes alas.
Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su mujer, que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención, que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar. Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible pero con una buena voz de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo, llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con una mirada para sacarlos del error.
— Es un ángel –les dijo—. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está tan viejo que lo ha tumbado la lluvia.
Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero, retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo.
El padre Gonzaga llegó antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo. Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la puerta para examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto final viniera de los tribunales más altos.
Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado, y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel.
Vinieron curiosos hasta de la Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando varias veces por encima de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral. Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio, porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte.
El ángel era el único que no participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba buscando acomodo en su nido prestado, aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado, despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo. Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro sino la de un cataclismo en reposo.
El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con fórmulas de inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo. Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las tribulaciones del párroco.
Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate, sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los cangrejos caminaban por los dormitorios.
Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el dinero recaudado construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero. Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros hombres.
Cuando el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles. Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la noche con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se hacía con los ángeles muertos.
Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor con los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón de estos cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se asomó por la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura. Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.

Continuidad de los parques -Julio Cortazar-

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano. la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Julio Cortazar –Final del juego -1956.

La Noche boca arriba -Julio Cortazar-

La Noche boca arriba

julio cortazar

Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;
le llamaban la guerra florida.

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.

Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pié y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.

Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.

La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerro los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.

Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.

Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.

Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.

-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última a visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes, como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor, y quedarse.

Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, mas precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.

Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él, aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y al la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada mas allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.

Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.

Al lado de la noche de donde volvía la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.

Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.

Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el mas fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero como impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de su vida.

Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegados a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en al cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.

Julio Cortázar, Final del Juego,1956.